¿Te suele ocurrir que…?
- Prefieres no decir lo que realmente piensas por si alguien no está de acuerdo.
- No pones límites a esa persona porque sabes que ‘te la va a liar’.
- No dices lo que te molesta porque prefieres evitar malas caras y pasar un rato incómodo.
- Eres de los/as que dices ‘venga, no os peleéis, vamos a tener la fiesta en paz’…
- Buscas pertenecer a algún grupo a toda costa.
- Cuando perteneces a un grupo te cuesta contradecir la opinión de la mayoría aunque ésta sea muy distinta de lo que tú piensas.
Si te identificas con estas situaciones eres de las personas que tiende a evitar los conflictos.
Esto no es nada raro en la sociedad en la que vivimos. El conflicto está mal visto y se entiende como algo a evitar, o en cualquier caso, a solucionar lo antes posible.
Muchas personas nos sentimos incómodas ante un conflicto y no somos capaces de sostenerlo el tiempo suficiente como para desarrollar nuestros recursos y aprender a gestionarlo.
Igualmente, esto es lo que ocurría cuando éramos niños/as. Ante un conflicto siempre había un adulto que intervenía para impartir ‘justicia’ y determinar quién tenía razón. Fin de la historia.
Hoy quiero que entiendas un poco más qué hay detrás del miedo a los conflictos. Para ello voy a hablarte de tres miedos más que pueden aparecer detrás de la tendencia a evitar los conflictos.
Lee cada uno de ellos poniendo especial atención en lo que vas sintiendo mientras lo haces…
1. Miedo sentirte excluído/a o rechazado/a
Este miedo tiene que ver con el dolor de la separación, del abandono y de la falta de conexión.
Ocurre que algunas personas adultas nos sentimos seguras y calentitas estando en grupo.
Puede que sea encontrando esta seguridad en el grupo como hayamos compensado el abandono, el desamparo y la falta de miradas, y hayamos podido sobrevivir a nuestras infancias. Al pertenecer a un grupo nos sentimos segurxs, vistxs, válidxs y adecuadxs.
Si nuestra sensación de valía va asociada a la pertenencia al grupo vamos a hacer muchas cosas para seguir perteneciendo a él. Entre estas cosas estará el sacrificar nuestra propia individualidad, nuestras propias necesidades, deseos y preferencias, a favor de las necesidades del grupo.
Si nos jugamos tanto, no nos quedará más remedio que poner las necesidades del grupo por encima de las nuestras.
Haremos casi cualquier cosa (por alejada que esté de nuestro ser auténtico) con tal de seguir perteneciendo al grupo y disfrutando de las ventajas emocionales que esta pertenencia nos ofrece.
Ya no existirá diferenciación, los intereses del grupo se convertirán en mis propios intereses.
Las ventajas son muchas, pero pagaremos el precio de perdernos a nosotrxs mismxs. Estaremos desconectadxs de nosotrxs para poder dejar nuestras necesidades de lado. Así, dejaremos de vernos, sentirnos, escucharnos… En definitiva, nos anularemos y abandonaremos con el objetivo de conseguir el bien grupal.
Tanto es el miedo a quedar fuera… Pues quedarnos excluídos implica conectar con todo eso de lo que nos salvaba el grupo (abandono, desamparo, soledad…). Y no queremos, de ninguna de las maneras, volver a conectar con todo eso.
Para poder recuperarnos a nosotrxs mismos solo nos queda darnos cuenta de que eso que entonces era tan terrible ya lo podemos sostener, tolerar y gestionar. Ya somos adultxs y tenemos herramientas para gestionar la exclusión y todo lo que nos trae. Nos falta atrevernos a mirar todo esto de frente para de verdad darnos cuenta de que ya lo podemos sostener.
Una vez que perdamos el miedo tan grande que tenemos a volver a sentir todo eso con lo que conectarnos al perder el calor del grupo, nos iremos atreviendo a darnos más espacio a nosotrxs mismxs.
Ya no necesitaremos anularnos para pertenecer a toda costa, sino que iremos encontrando un mayor equilibrio entre nuestras necesidades y las del grupo. Así, podremos permitirnos ser nosotrxs, dar espacio a nuestra individualidad y desde ahí, relacionarnos con los demás.
2. Miedo a distanciarte más o perder a esa persona para siempre
Tenemos fantasías catastróficas sobre lo que va a ocurrir si tenemos un conflicto con alguien. Imaginamos que vamos a dejar de hablar con esa persona para siempre o que, ineludiblemente, nos vamos a alejar de esa persona.
Puede ser que hayamos tenido experiencias en este sentido en el pasado. Puede que hayamos presenciado peleas violentas, con gritos e insultos, que hayan acabado con alguna relación de nuestros padres, por ejemplo, con algún otro familiar o amigxs.
Puede que hayamos sentido mucho el vacío por la pérdida de estas relaciones, que para nosotrxs eran importantes. O puede que hayamos aprendido que los conflictos no llevan a ningún sitio, más que a perder relaciones que no queremos perder.
Puede que entendamos que es mejor callar y tragar, para así poder mantener nuestras relaciones.
Aquí hay un malentendido muy grande. Primero, porque un conflicto no tiene nada que ver con una batalla campal, donde la gente grita o se falta el respeto de otras muchas formas. No tiene que ser así. Podemos tener un conflicto con una persona y aún así, seguir tratándola con respeto (y pedir lo mismo a la otra parte).
El conflicto llevado con respeto puede ser muy constructivo, incluso acercarnos más a esa persona, pues nos puede dar la oportunidad de expresar temas que teníamos pendientes, y, por tanto, limpiar ciertos aspectos que estaban creando distancia entre las partes.
Es cuando callamos y tragamos cuando vamos acumulando dolor y resentimiento hacia esa persona, y esto nos impide conectar, al contrario, nos hace alejarnos cada vez más.
Así que cierto nivel de conflicto nos sirve para mantener nuestras relaciones sanas y, a la vez, nos permite crecer.
3. Miedo a conectar con tu propia agresividad
En ocasiones tenemos miedo a nuestra propia agresividad. Tanto la hemos reprimido y sentimos tanto calor por dentro cuando conectamos con ella, que tenemos una fantasía catastrófica de lo que puede ocurrir si le damos rienda suelta.
Tememos gritar, volvernos locas/os, insultar, perder el control… tan intensa es la rabia que sentimos.
Lo que de verdad nos da miedo de todo esto, más que dañar al otro, es vernos a nosotras mismas en este rol. No nos identificamos como personas agresivas, somos niños y niñas buenas y no queremos dejar de serlo. Esta negación de nuestra propia agresividad (que todos y todas tenemos) ha pasado a formar parte de nuestra identidad.
Ocurre que cuando tendemos a reprimir nuestra agresividad, acabamos explotando y sacándola de una manera poco adecuada, en la que dañamos al otro y no le tratamos con respeto.
A las personas que nos identificamos con la/el niña/o buena/o nos cuesta especialmente vernos en este lugar. No nos reconocemos como agresivos/as y nos sentimos muy culpables después de tener una explosión así.
Esta misma culpabilidad es la que retroalimenta el ciclo de represión y explosión de la rabia. Como nos sentimos culpables (ya que somos niños y niñas buenas), reprimimos más aún nuestra rabia, pero como no podemos reprimirla eternamente, llega un momento en que explotamos, nos volvemos a sentir culpables y vuelta a empezar.
¿Qué podemos hacer en este caso? Dejar de identificarnos con esa imagen de niños/as buenos/as y reconocernos como las personas agresivas que en realidad somos.
Esto es mucho más fácil de decir que de hacer, pero con un buen acompañamiento (como el que yo te ofrezco!) es posible.
Si te gustaría seguir aprendiendo, recibiendo contenido de valor y además compartir e interactuar con otras mujeres, te invito a mi grupo gratuito de Telegram.
En este grupo vamos compartiendo nuestro día a día a la vez que vamos trabajando distintos temas de desarrollo personal ¿te vienes?