La mañana del 24 de Noviembre de hace justo un año, tenía yo a mi segundo hijo por primera vez en brazos.
La tarde de antes la pasé en casa con Julia haciendo natillas y jugando, entre contracción y contracción, que eran todavía muy llevaderas. Le decía ‘Julia, espera que me viene una contracción’ y me apoyaba un momento en algún lado hasta que pasara, no porque doliera mucho, sino porque me salía pararme y centrarme en lo que le estaba ocurriendo a mi cuerpo en esos momentos.
Sobre las ocho de la noche llegó Rafa de trabajar. Yo ya sabía que esa era la noche, pero no necesité avisarlo antes porque me encontraba tranquila y contenta, y estaba disfrutando de las contracciones que iban y venían.
Vino también mi cuñado a hacer fotos durante el parto y echarnos una mano con Julia. Así que sobre las nueve de la noche nos hicimos unas pizas y yo estuve cenando entre contracción y contracción, que iban siendo más intensas pero todavía llevaderas.
Yo seguía tranquila y con mucha ilusión porque sabía que en breve iba a conocer a Izan.
Después de cenar ya tuve la necesidad de retirarme a mi habitación para conectar más conmigo. Me puse la lista de música que me había preparado para este momento y con la luz bajita iba esperando que llegara la contracción y cuando lo hacía, respiraba tranquila, sin resistirme al dolor, dejando que pasara lo que tuviera que pasar. Quería a mi pareja conmigo en la habitación, no para que hiciera nada, con sentir su presencia estaba bien.
Sobre las 11 o las 12 las contracciones empezaron a ser más fuertes. Casi tenía ya que sacar la voz cuando venían. Entonces dije a mi pareja que llamara a las matronas.
Al rato vino Marta y su sola presencia me tranquilizó. Estuvo justo como yo necesitaba que estuviera, amorosa y tranquila.
Me hizo un tacto para ver como iba y vimos que estaba ya de seis centímetros. Yo la verdad es que esperaba estar de más, pues las contracciones eran ya muy intensas, pero ella me decia con su sonrisa ‘está genial’, así que respiré y seguí concentrada en sostener las contracciones.
Andaba por la habitación sin parar, es lo que me pedía el cuerpo y al mismo tiempo aceleraba las contracciones. Cuando venía una contracción me paraba de pié en el mismo sitio, con las manos apoyadas en la pared para sostenerme y acopañaba el dolor con mi voz. Una fuerza tiraba de mí hacia abajo, se me doblaban las piernas y sentía como me iba abriendo.
Quería la piscina para que las contracciones fueran más llevaderas, pero me parecía que tardaba un siglo en llenarse, así que no me quedaba otra que seguir sosteniendo mis contracciones de pié en mi rincón, con mi pareja acompañándome y apretándome en la parte lumbar.
Las contracciones eran muy fuertes y muy seguidas. Yo ya estaba muy cansada. Me quejaba a Marta y le decía ‘es que viene muy seguidas’, ‘no me da tiempo a descansar’ y ella me contestaba con una sonrisa tranquila y me decía ‘claro cariño’. Esto me obligaba a volver a hacerme cargo de mis contracciones, de mi dolor y de mi cansancio, y a seguir sosteniéndolo todo, yo sola, aunque acompañada.
Yo seguí quejándome todo el rato, me peleaba con el hecho de no tener más respiro entre contracción y contracción. Estaba muy cansada ya. Quería descansar, que parara un rato, que no doliera más… y a la vez sabía que no había otro camino.
Sobre la 1.30 de la mañana tuve la última contracción de dilatación, enorme, intensa y muy larga. Mis piernas se doblaban y una gran fuerza tiraba de mí hacia abajo. De la presión se rompió la bolsa, yo solté un grito y miré a Marta para decirle con cara de susto ‘se ha roto la bolsa! y tengo ganas de empujar!’. Ella, con su eterna y tranquila sonrisa, me dijo algo como ‘muy bien, vamos a quitarte la ropa’, como si no pasara absolutamente nada.
Me ayudó a desnudarme por completo, me coloqué a cuatro patas encima de mi cama y recuerdo que pensé ‘ya está? va a salir tan pronto?’. Y así fue, en cuatro empujones estaba fuera.
Mientras empujaba hablé mucho: ‘Rafa, ya sale’, ‘lo noto bajar’, ‘se ha vuelto a subir’, ‘ya viene’… era tal la alegría que quería que los allí presentes supieran exactamente lo que estaba ocurriendo. No era solo algo mío, era algo más grande, que incumbía a todos los que estaban conmigo.
Cuando salió la cabeza me atreví a tocarla tímidamente con la punta de los dedos. No pude mirar, aún tenía mucho miedo. Era un miedo por mi integridad física. Aún tenía que salir una criatura de dentro de mi cuerpo y yo sentía como me iba abriendo a medida que hacía su camino.
Al abrirme sentía dolor y miedo por desconcer cuál era mi límite ¿hasta dónde era ya capaz de abrirme sin romperme?
Pero no me rompí. Parí a mi hijo en mi casa, en mi habitación, rodeada de gente que me miraba con amor y respeto.
Recuerdo cuando lo pusieron en mis brazos. Yo seguía sin parar de hablar. Era mi forma de expresar mi emoción, que además quería compartir con los allí presentes.
Recuerdo como agradecí estar en mi cama en esos momentos. Cómo abrazaba a mi hijo sin atreverme ni a cambiarlo de posición para mirarlo mejor, pues ya no recordaba cómo manipular a un recién nacido y tenía miedo de hacerle daño.
Me paro en este punto para recordar la sensación de tenerlo en mis brazos por primera vez. Desnudos, piel con piel y tapados por varia mantas. No soy capaz de describir esta sensación, solo de recordarla y disfrutarla.
Esta sensación es uno de los regalos que llevo conmigo para siempre. Igual que la experiencia de vivir un parto respetado y acompañado con amor.